miércoles, 9 de noviembre de 2016

si es necesario, matar al presidente








Son montañas de muertos, de cuerpos fríos, de corazones e  intestinos al aire. Son miles de cuerpos que no vemos, las auras de cuerpos que soñamos abrazar, que creímos ver en los buses, en otros rostros que por un instante fueron nuestros antes de volverse otra vez anónimos.  Las punzadas devastadoras de la desaparición. Son los cuerpos que soñamos con poder ver, así fuera en la forma reducida de un hueso encontrado.  Un pedazo de hueso. El resto de un húmero, medio tobillo, un pedazo de parietal en el cuarto frío de medicina legal. Un reducto de un hueso. El polvo de un hueso que vibró en manifestaciones y reuniones y con otros cuerpos. Son Montañas de muertos las que nos trajeron acá. Estamos paradas en ellas.

Son huídas, fugas, llantos, cementerios, gritos, torturas, rabias, mitines, pedreas, balas, conciertos, obras de teatro, aguardiente, ron, más balas, el libro rojo de Mao, el qué hacer, las entrevistas de Harnecker, los sueños, el capital, ediciones lenguas extranjeras, la espada de Bolívar, la esperanza del ser mártir, la idea de unidad, la fractura, la muerte, el genocidio, los partidos (de fútbol), los movimientos (de cadera), los bazares en los barrios, la ortodoxia, el paso adelante, los dos pasos atrás, los cigarrillos, el porro, la fiesta, las arengas, los bolillazos en los cuerpos, las motosierras, el esmad, el f2, el cuarto verde, las pedreas, las papas, las chuzadas, las pintas, las llamadas, los gritos, el horror que no vamos a poder nombrar jamás,  más llanto, más gritos, pancartas, los corazones cansados, los recuerdos, el silencio, la dignidad. Todo eso somos. 

o eso fuimos. 

lunes, 28 de marzo de 2016

La cotidianidad del horror y problema del olvido

No es el olvido. Nunca lo ha sido.  Más allá de que la idea de un país que olvida me parezca particularmente facilista, lo que más me jode en la muy común frase “este país es amnésico” (y sus múltiples acepciones)  no es la homogenización que existe en la palabra país -como si los que se asumen parte del grupo que recuerda no fueran parte de eso que llaman país. Tampoco es la suerte de superioridad moral con la que se envisten los que “sí recuerdan” y que curiosamente los deja por fuera de la categoría “país”, cuando es definida por la hegemonía del no recuerdo. Lo que me jode realmente es la idea del olvido y lo que viene con eso, la idea memoria y el recuerdo.
Yo crecí en un conjunto residencial en medio de un barrio que contenía muchas vidas y muchas historias diferentes. Estaba la gente que robaba para comer y estaba la gente que robaba por placer y estaba la gente cuyos papás eran milicos y estaban mis amigos de clase media (en un lugar que no era  realmente eso) y estaban mis amigos de historias duras y crudas. Gente que había sido desplazada por las balas en Medellín o gente que venía de pueblos más pequeños y estaba cansada de tener que poner los colchones como barricadas. Y estaba yo, con esa historia que todos conocían pero no podían nombrar con claridad. Oscar, que un día se fue y se perdió por un año cuando éramos chiquis, que lo volvió a hacer años después. Oscar, que a su papá le pasó algo y que él dice que fue el ejército y la policía, la misma que tenemos a una cuadra todos los días. Oscar, el hijo de los guerrilleros, con todos esos libros en la casa y esos cuadros del Ché, de Marx  y de Bolívar que a veces colgaban con orgullo y a veces se escondían con miedo.  
En medio de eso para mí siempre fue claro que en esos márgenes de la ciudad donde crecí, las personas sabían qué pasaba. Un vigilante del conjunto nos contaba sus historias de raspachín en Putumayo, alguien hablaba de las farc, del eln, de los paramilitares. Había gente que llegaba a Bogotá huyendo de las diferentes formas que tenía la guerra. Desplazados por los diferentes recorridos y explicaciones para las balas. Pero ahí estaban, rondando y viviendo en el barrio. Obligando a que sus hijos fueran al colegio, buscando trabajo o trabajando, armando vueltas, tomando pola en la tienda de la esquina donde todos sabíamos que todos andábamos. Más de una vez alguien me dijo que toda esa gente que mataban se lo había buscado, que era lo que pasaba cuando se metían en esas vueltas.
De todo eso lo que me quedó no fue la existencia del olvido, porque tenía muy claro que alrededor mío, por más curiosa que fuera la narración de la historia de la violencia, estaba generalmente establecido que había algo parecido a la guerra. Mis amigos estaban casi todos en colegios militares, ante todo porque sus papás lo consideraban bueno para ellos y porque así sacaban la libreta militar. Uno de ellos siguió la carrera, y cuando lo volví a ver era una persona completamente distinta. Supongo que yo también. Alguna vez se supo que los paras estaban limpiando la zona. En el barrio no se iban a meter, pero había que tener cuidado porque estaban pasando por las tiendas y billares cercanos y ya habían levantado gente. Yo llegaba con historias de cómo los paras estaba reclutando en el llano, de la vez que los macetos se pararon con camiones a la entrada de un colegio y yo me salvé, o de cómo corrimos para escondernos de las camionetas que rondaban la ciudad. Ellos se preocupaban por la vida cotidiana, por el miedo al secuestro que empezó a reverberar entre los corazones de la clase media en Bogotá, por los grupos armados que ya habían baleado algún conocido por fumarse un porro en una esquina. En mi casa a esas historias se le añadían aquellas que teníamos que vivir en silencio. Amigos muertos, más desapariciones, las amenazas por el caso de mi papá. Afuera, en la calle donde parchaba con el mismo grupo de siempre, estaban los que entendían la existencia de un dolor que no podían descifrar y me acompañaban con todo el cariño y respeto que podían encontrar, los que me recordaban que todos eran guerrilleros y merecían morir y  quienes respetaban mi caso porque me conocían, pero igual creían que los paras estaban haciendo lo que se debía.
Mis amigos conocieron lo que era una desaparición forzada mucho antes de que eso fuera famoso. Mejor dicho, mucho antes de que estuviera tipificada y se hiciera más sencillo entender que había algo que se llamaba desaparición y que era un crímen porque era una ley y se decía en los noticieros. Se de algunos que lo explicaron a sus familias o a sus profesores en el colegio. A pesar de la distancia que tenían con eso, hicieron un esfuerzo enorme por hacer legible algo que para muchos no existía, que en los noticieros igualaban a la huída de un alguien que se fue por cigarrillos y dijo que ya volvía, o al secuestro.
Lo que quiero decir es que no había olvido y tampoco una negación de la existencia de eventos relacionados con la guerra, por más distancia con las tomas de pueblos, pipetas y masacres.  Lo que creo es que había algo más cercano a la desidia, unida al impulso de seguir con lo cotidiano, no solo de sobrevivir, sino de encontrar modos dignos de existir.
Lo que creo es que hoy también existe algo más cercano a  la desidia que al olvido.
Ahora que están matando gente y vuelven a aparecer en las noticias, no dejo de pensar en otras tres situaciones sobre la muerte. La primera fue mi experiencia en los primeros años de Hijos e Hijas y en los movimientos de víctimas, cuando viajamos por todo el país buscando formas de disrupción de eso que entendíamos como silencio. Creo que si hicimos tantas acciones en pueblos, veredas y ciudades, fue en parte porque sabíamos que ese olvido como tal no existía, y el camino que tomamos fue el de generar mucho ruido, gritar mucho y muy fuerte, como si entráramos a un salón lleno de gente en silencio y quisiéramos sacudirlos a todos.  Así que intentamos gritar porque hacía mucho todos estábamos buscando un lugar y otra gente que estuviera desesperada de dormir en su propio silencio.
La segunda son los falsos positivos. Las historias de las personas que mataron como parte de esa estrategia estructural de las fuerzas militares en muy buena medida no hacían parte de nada. Eran trabajadores o desempleados en busca de trabajo, gente que levantaban de un barrio jodido y se los llevaban para otra parte, personas que estaban pasando por momentos difíciles en sus vidas y se convertían en blancos fáciles. Vidas que para el ejército no tenían valor, vidas que eran definidas en función de su precariedad, su marginalidad y por lo tanto, vidas que podían ser desechadas. Vidas que para el ejército no eran vida más allá de la función de un corazón que palpita y mantiene la carne caliente, que podían ser traducidas en estadísticas de la victoria sin mayores preguntas. Vidas como carne que puede ser pasada al matadero de la guerra, procesado y convertido en pruebas de que se está ganando. Si hay algo más horroroso que eso, es probablemente la manera en que, precisamente por la marginalidad de las vidas en juego, lo que es uno de los crímenes sostenidos más atroces del país, no tenga el mismo estatus nacional e internacional que los asesinatos políticos u otros eventos de violencia.
La tercera tiene que ver con la transformación de las formas de violencia y represión en Colombia. La idea de que la guerra ya no existe y de que caminamos en dirección al post conflicto, ha hecho que los asesinatos a cuenta gotas de personas pertenecientes a organizaciones sociales, o la transformación de las formas de represión en tecnologías precisas de generación de miedo y neutralización política (como el encarcelamiento de una buena cantidad de líderes con pruebas débiles o argumentos reforzados) sean vistas como una suerte de coletazos de la guerra, como casos aislados de una guerra que agoniza y no como la redefinición hegemónica de las formas de represión y de terror.   
Todo eso hace parte de la sorpresa que existe hoy al volver a ver apilados los cadáveres que hace no menos de un año solo caían de manera aparentemente ocasional. No es como que las organizaciones sociales y políticas de izquierda no estuvieran denunciando, desde hace mucho tiempo, que a la gente la seguían matando. Tal vez ya no con la espectacularidad escalofriante del pasado, pero la seguían matando. Tal vez el que caía no era el líder reconocido que aparece en los medios de comunicación, o el reconocido entre las redes políticas de determinado lugar del país. Pero ahí estaban los cuerpos, fríos en el suelo una y  otra vez. Y también están los acusados y encarcelados, cuyos casos son manipulados de las formas más infames para meterlos en prisión y, valga la pena recordarlo, no solo neutralizar al objetivo, sino amplificar un miedo que se transforma, o se espera que se transforme, en silencio y represión.
Como no puedo nombrarlo, como no puedo capturar con una palabra lo que pasa, puedo intentar decir que es lo que no es. Y no es olvido. No es amnesia. No es un “país” que olvida –lo que sea que se quiera hacer referencia cuando se dice tan alegremente “país”- ni una sociedad –otra de esas gracias que para señalar algo pero que lo oscurece todo-, que se vuelca hacia la amnesia.  Hay algo distinto que existe en saber que la gente cae  y cae por montones, que caen cerca y que a veces el sonido de sus cuerpos resuena en nuestros oídos o en la acera pero que por alguna razón, esa gente, esos cuerpos, esas vidas, o pueden ser desechadas o están en los márgenes, o más allá de esos márgenes. De pronto tiene que ver con que se definen como en un lugar distinto a lo humano. De pronto es simple desidia y aburrimiento, la normalización de los eventos, que lo convierte todo en ordinario. No se. Lo que martilla mi cabeza sin embargo, no es que busque una respuesta a esa pregunta, o que esto que acabo de escribir sea un camino hacia la solución de esa pregunta. Lo que me jode realmente es que la forma en que se ha definido la respuesta, como si el problema fuera de memorias, de olvidos o de amnesias esconde algo que para mí al final termina siendo mucho más difícil de enfrentar. De alguna manera es como si los procedimientos, prácticas y discursos que hacen de ciertas vidas carentes de valor y desperdiciables, que permiten la muerte en masa y la respuesta indolente también en masa, recorrieran de una manera cruda y definitiva nuestras vidas, al punto de saber que organizan nuestra manera de ver el mundo, de sentirlo y relacionarnos en él. El desprecio como régimen de lo sensible me parece una forma terrible e insondable del horror, que a diferencia de dicotomía olvido/recuerdo, no puede ser superada imponiendo una memoria. Pero parece ser más importante seguir imponiendo la idea de que este es un país que olvida, y que si recuerda, garantizará la justicia.