Así debe gritar Bjork cuando la esten estrangulando. Ella, en el callejón a la salida del sitio del concierto, con las manos de un hipster demente alrededor de su cuello y el sonido de los huesos quebrándose y vibrando en la piel.
Tal vez a eso se parezcan las pesadillas de Mary Poppins. La voz crepitante, la guitarra tan lenta, la batería expectante. Y mientras tanto Julie Christmas, narrando una historia, saltando con cierto ritmo entre las palabras, llevandonos con tranquilidad al lugar donde descansa el horror.
Tal vez a eso suena el dolor más profundo en el corazón, el que nos acompaña y nos hace pensar en la muerte como posibilidad. Al que le damos la espalda pero nos mira con cierta indulgencia, ese sufrimiento que hacemos de cuenta que no existe porque, si somos hombres, no nos está permitido sentir.
Eso es lo bonito de esta mujer. La primera vez que la oí fue particularmente confuso. Un reto. No es la cantante de metal que lanza gritos guturales, ni tampoco la que explota su timbre en funcion del hard rock. Ella no es la figura de la naturaleza prístina, la belleza peligrosa que se contrapone al horror de un sonido que quiere evocar el mal más malo. No hay en ella la representación de una princesa, ni una doncella antes de un ritual satánico. Ella juega con otros miedos, otros dolores, otros sufrimientos. Los pone en juego en su música, en la manera en que se desgarra su voz y muere con la guitarra, o en la forma en que se deja llevar por su propia desolación, por las historias que narra con particular suavidad para luego explotar en los oidos. Ella se sitúa en los límites de nuestras concepciones sobre lo que entedemos por el miedo y lo desestabiliza, nos obliga a temer distinto, a explorar-nos y reconocer que ahí está el dolor, que el miedo no se ha ido, que se esconde en algún lugar de nuestros cuerpos, agazapado, listo a emboscar. Es de alguna manera como si mientras todos los demás quisieran pintar un panorama de un terror externo, Julie Christmas nos dijera que no tenemos que buscarlo afuera, que solo hay que mirarnos para sentir como nos descomponemos con el tiempo.
De paso, es una invitación cordial a esperar a Bjork a la salida de su próximo concierto y tratar de comprobar que tanto se parecen estas voces cuando una de las dos, la que habla de la vida, agoniza, grita y patalea.
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