La imagen que suele aparecer de mi papá aquí y allá siempre me ha parecido extraña. Alguna vez me invitaron a escribir en una revista similar a ésta y lo expliqué. Es un retrato en el que el señor Alirio se ve dormido, con la mirada perdida, como si le hubieran tomado la foto recién levantado, como si tuviera guayabo. Es un retrato extraño porque sus ojos se dirigen más bien hacia el suelo, como si el espectador tratara de iniciar un dialogo con él y mientras tanto Alirio decidiera ver los zapatos de una persona distante para mostrar su falta de interés en la conversación. Pienso en esa imagen cada vez que alguien quiere hacer algo con relación a mi papá.
En algún momento, la imagen que rondaba era una ampliación de una foto que mi mamá nos tomó en la Guajira, corriendo sobre un muelle. Por alguna razón, tengo la imagen de la Guajira en aquel momento como un lugar café: agua café, palos café, el muelle de color café que temblaba a nuestro paso. Esa imagen es curiosa. Se publicó originalmente en la contraportada de la revista Colombia Hoy y se reprodujo en otros lugares. A veces alguien me reconocía y decía “yo tengo esa foto en mi biblioteca” o “la tengo aún sobre mi escritorio”. Casi siempre la mención a esa foto va acompañada de una sonrisa cómplice, amigable, definitivamente melancólica. Nadie se escapa. Ahí está el Capi Pedraza, corriendo con una camisa azul y su gorra de cuero, tomando a su hijo de la mano, corriendo hacia quien sabe dónde, seguramente hacia la victoria siempre. Al fondo, o lo que se parece a un fondo, el cielo azul, muy azul, que se confunde a veces con los colores de nuestra ropa. Es difícil no caer en las manos de esa foto tan llena de movimiento, tan distinta a la que circula ahora en cada evento y conmemoración. Ese retrato es tan serio pero tan deficiente en todos los sentidos, captura la expresión de un hombre muerto ya, arrinconado en el olvido, un ser que no quiere mirar a nadie, que quiere mantenerse fantasmal. La segunda está decididamente elegida para hacer llorar al espectador, llevarlo por los caminos de la empatía y fortalecer los discursos de sueños y familias rotas por la violencia.
En mi casa, sin embargo, hay una imagen que siempre me ha impactado a mí. En ella, mi papá no está. Pero precisamente de eso se trata. Alguna vez -los que vivieron esto sabrán el día, la fecha y los sucesos mucho mejor que yo- una cantidad de gente decidió tomarse el concejo de Bogotá y exigir a mi papá de vuelta. Entraron, con pancartas y decisión, por las puertas que albergan esa falacia que llamamos democracia, y se tomaron el recinto. No recuerdo cómo habrá terminado el asunto, seguramente no les devolvieron a mi papá, pero eso no importa ahora. En esta imagen, refundida entre las fotos de mi casa, varios amigos del tal Capi están en sentados de frente al auditorio, y mi mamá está con ellos. Todos ahí, exigiendo el retorno de un amigo, de un compañero, de todo eso que se llevaron. En esa imagen mi papá, evidentemente, no está, tampoco estoy yo, que siempre preferí ocultarme en el fútbol y las pataletas antes que enfrentarme a todo lo que ellos y ellas peleaban. Pero esa imagen deja ver otras cosas. La no presencia de Alirio hace que emerjan otras emociones, otros afectos, que aparezca la rabia y la dignidad que se niega a desaparecer con él. En esa foto no está él, pero están los amigos de mi papá y sus luchas, esas por las que las que terminaron llevándoselo.
Todas estas imágenes capturan momentos diferentes, emociones diversas. Podría decir que el retrato en primer plano es parte de esa figura pública del abogado defensor de derechos humanos, mientras la foto conmigo tiene un carácter más privado, que establece una conexión distinta con el espectador y que lo obliga a recordar que ese señor solemne y serio también era un papá, tenía una familia. No deja de ser curioso como ambas figuras reafirman una serie de dicotomías que terminan dividiendo a mi papá en dos, o en cuatro o en ocho o en doce según sea necesario. Fundamentalmente en dos. De una parte, la vida pública, de otra, la vida privada. En las conmemoraciones mi papá suele aparecer en su primera condición, es decir, como figura que defendía lo común, el derecho de la gente a ser gente. Podría preguntarme porque no aparece esa otra faceta, sin embargo, las razones pueden ser -son- bastante diversas y eso es lo que menos me interesa. Lo cierto es que lo que se afirma en ese ejercicio no son dos facetas, sino más bien una ruptura. La vida, a través de las imágenes, se convierte en una serie de eventos fijos cuya conexión solo es posible en la presencia de aquél que, ahora, no está. La figura de mi papá se reconstruye a través de esos fragmentos, en una constante búsqueda de agarrar el tiempo, de volverlo a poner en juego hoy, de negarse a la victoria de la muerte y, en el caso de mi papá, la sustracción de su cuerpo del ámbito social como forma de aniquilación de su presencia, como la afirmación de la incertidumbre y la parálisis.
Podría decir que hemos tratado de reconstruir el cuerpo de mi papá de muchas maneras, que a través de ejercicios como las conmemoraciones, o fijar imágenes en el tiempo, hemos buscado la manera de recuperar el cuerpo que nunca hemos podido encontrar. Es como si a través de esos ejercicios intentáramos dar una pelea que en otros ámbitos perdimos hace mucho, o que por diferentes motivos dejamos de dar. En ese sentido, esas dos imágenes, que resuenan en muchos lugares, terminan siendo increíblemente relevantes con relación a la búsqueda de...no digamos construir memoria, sino más bien resistir la consolidación de una memoria hegemónica que subsume la vida de mi papá y lo convierte en un ser marginal y abyecto. Sin embargo, algo me incomoda de ese proceso. Entre las dos imágenes, hay una evidente dislocación, algo que no cuadra en ninguna, o mejor, algo que no cuadra con relación a lo que se busca, a la definición de la figura de mi papá. En general, me atrevería a decir que el asunto cuadra en pocos casos, pero en el de mi papá, que es el que en este momento me interesa, el asunto cuadra menos. La construcción de su figura se desplaza siempre de lo público a lo privado, dejando un vacío enorme en el tránsito o la distancia entre un lugar y el otro, pero lo que es más importante, acentuando la diferencia entre ambos lugares.
Siempre le temí a este momento, a que me tocara a mí pensar en la tan famosa conmemoración. No sé qué hacer ni cómo realizar el performance del recuerdo. No es un asunto de desdeñarlo, pues sé de la importancia que hacerlo ha tenido, pero yo no tengo la menor idea de cómo llevarlo a cabo. Desde la preparación me entra cierto nerviosismo, y tener que imaginar el evento en sí, me causa pánico. Las miradas, los silencios, la búsqueda conjunta por recordar la existencia de alguien que ya no está. “Yo conocí a su papá”, me han dicho muchas veces, y nunca he sabido cómo responder a ese acto tan sincero de solidaridad. “Yo conocí a su papá” me dicen, esperando -pienso- algún tipo de respuesta que por un momento nos ayude a pensar a todos en él, a articular nuestras vidas desde el pasado. Un acto ritual que estoy definitivamente incapacitado para llevar a cabo. Me miran, con la misma mirada con la que me cuentan que me tienen en su escritorio con mi papá corriendo y tomándome de la mano, como si la esperanza se condensara en esa foto y yo me quedo mudo, impávido, sin saber nunca cómo responder a lo que entiendo es un llamado a recordar juntos, o a que por lo menos establezcamos algo que nos une. De alguna manera, en esa frase recurrente emerge la búsqueda de construcción de puentes entre diferentes tiempos, espacios y emociones. Entre la intuitiva búsqueda por sentidos del pasado, por la remembranza como posibilidad de traer el pasado al hoy, hay algo que es profundamente insondable. Ese pasado se nos escapa constantemente, se diluye una y otra vez en nuestros intentos por capturarlo, se convierte en algo particularmente etéreo que intentamos una y otra vez evitar que pierda su presencia en nuestras vida. Es la distancia que hay entre la imagen y la vida. Observamos la imagen y tratamos de descubrir en el rostro, en la escena que ha sido capturada por la cámara, las señas que nos ayuden a reconocer ese pasado. Una mueca, un pliegue de la piel, la contorsión, el movimiento, a veces como un intento desesperado por encontrar alguna semblanza del tiempo en los límites de la figura observada.
Ahora pienso que ese pasado es inaprensible, que a pesar de su inevitable condición de constitución del presente no hay forma de capturarlo en el hoy. También pienso en la figura de mi papá, fragmentada entre los tiempos imaginados, dividida entre lo público y lo íntimo. Repaso aquella foto en la que no está y pienso que a pesar de su no presencia, es precisamente eso lo que le da el aura de su existencia. Es ahí, no en otro lugar ni en las otras imágenes, donde la idea de Alirio converge y adquiere sentido. Si yo pudiera, cada vez que alguien me preguntara que foto debo usar para acompañar el nombre de mi papá, le pediría que fuera aquella imagen en la que la rabia de todos sus amigos y amigas se reunió por un momento, decidida a romper la impunidad que acecha, gritando que a la gente la pueden matar, pero el tiempo y su presencia en el presente, no se borra. Ahí, en esa imagen donde mi papá no está, curiosamente es donde yo lo veo.
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